domingo, 22 de noviembre de 2009

PLUTÓN YA NO ES UN PLANETA




AFP/EFE 24/08/2006
Plutón deja ser considerado planeta tras el acuerdo de la comunidad astronómica internacional


Sentado al volante de su coche, oyendo sin escuchar la misma emisora de todos los días, soportando el viscoso tráfico de acceso a la ciudad y deseando alcanzar el café con leche, más que por terminar de despertarse, por que suponía quince minutos más de evasión de ese cólico miserere que era su oficina, Francisco miró con desgana la corbata que llevaba ese día. Otra corbata de seda, pensó, ¿no se cuantas puedo tener? Un día se le ocurrió comentar en una reunión familiar que le gustaban y, desde entonces: cumpleaños, navidades, día del padre, santo, porque sí, porque se que te gustan mucho…, hemorragia imparable de corbatas. Y eso que a él lo que le gustaban de verdad eran los zapatos, pero visto lo que había sucedido con los apéndices del gaznate, nunca se atrevió a comentarlo. Se los compraba él, italianos, de tafilete, suaves, que mimaban los pies y que siempre le gustaba llevar impolutos porque, como le enseñó su padre: “un gañan, con unos zapatos buenos y limpios, parece un duque”.
Un bocinazo lo recuperó de sus especulaciones estilistas. La cola de coches había arrancado y él, absorto en sus pensamientos, no. Eso debió provocar en el penitente que iba detrás el efecto de una anfetamina ya que, además de apretar el claxon, gesticulaba arrebatadamente con ademanes sicalípticos. Le miró compadecido por el retrovisor y arrancó para continuar el camino de perdición que llegaba hasta el centro de la ciudad, dónde se encontraba su oficina.
Unos cinco coches se quedaron delante del suyo en el semáforo del último cruce antes de su destino y desde allí observó al indigente que se acercaba a la ventanilla del que estaba situado en primera fila. Era un elemento curioso, con la tez muy morena y una melena de cabello blanco, arrastraba una bolsa deportiva en la que Francisco suponía que llevaba sus pertenencias. Los pantalones extremadamente cortos, dejaban ver unos calcetines blancos, de tenista, y su cabeza se cubría por un sombrero de paja tipo canotier que junto con una chaqueta blazer le confería, de cintura para arriba, una apariencia incluso elegante. Hacía varias semanas que, intrigado, le veía proceder todos los días. El hombre se dirigía a la ventanilla del coche, hablaba y se retiraba de nuevo a la esquina. Nunca recibía dinero, ni cuando el conductor de turno extendía anhelante el brazo intentando dejar unas monedas en sus manos. Nunca las recogía, simplemente tocaba el ala del sombrero e inclinaba la cabeza en señal de saludo.
Por ese azaroso comportamiento del destino, ni un solo día le había tocado quedarse en primera fila, lo que había incrementado su ansiosa curiosidad por saber que decía ese hombre. Pero ese día, cuando los coches comenzaron a andar, ralentizó la marcha del suyo y, desoyendo los exabruptos que lanzaban desde el que le seguía, consiguió llegar al semáforo cuando este cambiaba a ámbar, a lo que respondió frenando en seco. No escuchó el chirrido del frenazo del coche de detrás, toda su atención se centraba en el hombre que caminaba hacía él. Abrió la ventanilla justo cuando llegaba a su lado y sintió como le observaba unos instantes y, finalmente, le decía:
- El tiempo se ha detenido, pero Plutón ya no es un planeta.
- ¿Perdón? – respondió Francisco desconcertado.
- Después de setenta y seis años Plutón ya no es un planeta, ha recuperado su vida. Un día fui como tú, pero mi tiempo se detuvo y deje de ser un planeta.
- ¿Y qué es ahora?, ¿qué eres tú?
Pero, el semáforo volvió al verde y el concierto de pitidos, gritos e improperios le impidió escuchar la respuesta. Para su desesperación vio como el hombre retrocedía y realizaba la ceremonia de despedida que le había observado hacer otras veces. No tuvo más remedio que avanzar y observar, mientras se alejaba, como volvía a su posición en la esquina. Absorto en lo que había pasado llegó hasta su despacho y se zambulló en la red tratando de esclarecer las palabras que había escuchado. Tecleó el nombre del planeta en el buscador y entró en una página que informaba de la decisión de la Unión Astronómica Internacional de retirar la condición de planeta al astro. Busco en una y otra pero, descripciones científicas aparte, no encontró nada que le iluminara, que le acercara a poder interpretar lo que había escuchado.
Paso el resto del día tratando de centrarse en el trabajo pero le fue imposible, como imposible le fue conciliar el sueño esa noche. Las palabras dislocadas, sin sentido aparente, que le había espetado el habitante de la esquina, habían atrapado su mente y comenzaron a convertirse en una penitencia mental que le condenaba a volver sobre ellas una y otra vez. Aunque no las comprendía querían tener sentido, a pesar de no poder interpretarlas, sabía que le decían algo.
Al día siguiente, en un esfuerzo inútil por encontrar alivio para su ofuscación, salió de su casa mucho antes de lo habitual, pero cuando llegó a la deseada esquina encontró a un hombre que vendía un periódico de caridad y ni rastro de su oráculo. Detuvo su coche y se acercó al vendedor:
- ¿Busco a un hombre que está aquí otros días?
- ¿Me compra un periódico?
- Si me dice quien es ese hombre.
- El sombrerero
- ¿El sombrerero?
- Así le llaman, pero no se porqué, solo le conozco de unos cuantos días.
- ¿Y sabe donde está?
- No. Cómpreme el periódico.
- Tomé, – le dio unas monedas – quédeselo y se lo vende a otro.
- Gracias amigo.
Necesitaba un café, no era capaz de procesar la información sin una dosis de cafeína, así que se encaminó a la cafetería y cuando llegaba a la misma observó como el hombre que buscaba subía por la calle en dirección a él. Arrastraba sus pies como una historia pesada, a pesar de lo cual mantenía un porte elegante. Espero que llegara a su lado con la misma inocencia de un niño que ve pasar las carrozas de la cabalgata de reyes y le miró a los ojos. Eran claros, afilados y peligrosamente inofensivos. Tuvo que hacer un esfuerzo para desviar su mirada y decir:
- Le invito a un café.
- Solo tomo té.
Se sentaron en una mesa y Francisco le interrogó ansioso:
- Usted me dijo algo el otro día que no he sabido interpretar.
- No todo lo que digo tiene interpretación, – dijo para desilusión de su interlocutor, pero tras un instante continuó – pero ese no es su caso.
- ¿Me recuerda entonces?
- Un día fui como tú pero el tiempo se detuvo y deje de ser un planeta, como ha hecho Plutón. – dijo como respuesta.
- ¡Eso es, eso me dijo! ¿qué quería decirme?
- Nada especial, sólo que un día decidí dejar de ser un planeta, de dar vueltas alrededor de un sol que no calentaba, pero que cada día me abrasaba un poco más y que, con una tremenda fuerza gravitacional, me engullía poco a poco. Pero para darme cuenta se tuvo que parar el tiempo y, en ese instante, como todo estaba quieto, inerte, pude entender que tenía que dejar de ser un planeta más, como ahora ha hecho Plutón, y decidí ser…
- ¿Qué?
- Su corbata es bonita. – respondió desconcertándole.
- Gracias, ¿qué decidió ser?
- No lo se todavía.
- ¿Y por que se paró su tiempo?
- Se lo llevó Alicia… mi hija. Se lo llevó para siempre... – y con una expresión de derrota en su cara continuó – ahora me tengo que ir.
Sus palabras sonaron con una tremenda lentitud, como todas las palabras que están fabricadas con el pesado plomo de la tristeza. Vio como se incorporaba. Le hubiera gustado detenerle, hacerle cien preguntas más, pero algo le decía que no debía, que había agotado su cuota. Decidió agradecerle esos minutos y se quitó la corbata.

- Tome, quédesela.
- Gracias – respondió poniéndosela al cuello como una bufanda y con un gesto de gratitud en su cara continuó– Hágame caso,. No espere a que se le paré el tiempo para dejar de ser un planeta.
- ¿Puedo preguntarle una cosa más?
- Si es solo una…
-¿Por qué le llaman El sombrerero?
- Pregúntele a Lewis. – y, sonriendo, se dio la vuelta saliendo de la cafetería.
Estuvo a punto de volver a ir detrás de él y preguntarle quién era Lewis, pero entonces se dio cuenta y recordó el pasaje del cuento: “El tiempo -le dice el Sombrerero a Alicia- se ha detenido para siempre en las seis... Aquí estamos siempre en la hora del té”.
Entonces, abrió los ojos, comprendió que todo era un sueño… y decidió dejar de ser un planeta.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

DOBLES PAREJAS


– No mamá, no me apetece tomar café – respondió María cansinamente, harta de responder siempre lo mismo, a la misma pregunta y a la misma hora, tarde tras tarde.
– Pues yo no lo perdono – escuchó el comentario que deletreó con labios callados, pues era siempre el mismo, tras la misma pregunta y a la misma hora, tarde tras tarde.
Observó a su madre levantarse mansamente de su sillón orejero, en el que pasaba tanto tiempo sentada que parecía parte de la tapicería. Escuchó la lluvia y el viento golpeando en la ventana. Terrible tormenta – pensó – y de repente, como si viento arrastrara hasta ella el sentimiento, sintió pena. La vida les había tratado regular. No podía decir que mal, no sería justo, pero desde luego, tampoco bien.
Su madre quedó viuda cuando ella aún no había nacido. Hija póstuma, solo conoció a su padre, maestro de escuela, a través de las fotos y de las palabras de Angélica, su hermana, casi dieciséis años mayor que ella y con quien siempre tuvo una relación extraña, incompleta, una mezcla esquizofrénica de complicidad y distancia, de respeto y desprecio, de sospecha y confianza. Era curioso, Angélica se había preocupado, enfrentándose a su madre, de que estudiara el bachiller, pero luego también se encargó de que no fuera a la universidad y, sin consultar a nadie y menos a ella, le apuntó a la academia Bilbao, donde aprendió mecanografía con un método ciego que engendró la secretaria en que había terminado convirtiéndose.
Con su hermana aprendió, entre otras cosas, a jugar al poker y así pasaron tardes enteras apostándose puñados de garbanzos que equivalían a pesetas, aunque nunca se transformaban realmente en ellas. Las partidas terminaban con su hermana siempre enfadada porque en cuanto María juntaba unas dobles parejas, conociendo el carácter timorato de Angélica, apostaba fuerte y ganaba la partida, a pesar de que enfrente hubiera una jugada mejor. Si, fueron muchas tardes de poker, porque su hermana salía más bien poco. Nunca fue afortunada con los chicos y esa escasez debía ser bastante evidente porque una tarde, estando en un guateque, escuchó una conversación de una supuesta amiga:
– Esa María que te he presentado es la hermana pequeña de H.H.
– ¿H.H.?, ¿pero ese no es un entrenador de fútbol? – respondió la interlocutora.
- ¡Anda, anda! Que no te enteras, H.H. es como llaman todos a la mística de Angélica…
- ¿Y por qué?
- Hambre de Hombres, guapa, ¡Hambre de Hombres! – contestó la otra con una simulada mirada de deseo mientras las dos rompían en risas.
El caso es que por hambre o por lo que fuera Angélica se fue encerrando, refugiándose en ella y en sus partidas. María siempre notó que su hermana trataba de retenerla cerca, de que no conociera el mundo exterior, pero fue inevitable y, poco a poco, comenzó a salir con sus amigas y a abandonar el poker. Por eso tampoco la extraño que, con la ayuda de la soledad, su hermana se fuese refugiando en la iglesia, inmiscuyéndose cada vez más en los asuntos de la parroquia. Poco después, se la veía resplandeciente, luminosa y cuando hablaban de su dedicación casi obsesiva, su respuesta era siempre la mismo.

- Soy feliz, el espíritu santo ha entrado en mí.

¡Y tanto que había entrado!, aunque no en forma de paloma si no más bien como el miembro viril de don Francisco, el párroco, un cura crápula que aprovechando las necesidades carnales de su hermana la dio la bendición en forma de cópulas que desvelaron a Angélica los misterios gozosos del sexo y, lamentablemente, los biológicos de un embarazo. Eso si que era una dedicación en cuerpo y alma, sobre todo en lo primero, pensó María, pero se guardó para si el comentario.

Pero tenía que reconocer que, para su sorpresa, a partir de ese momento su hermana tomó firmemente las riendas de su propia existencia y aunque la advirtieron que, debido a los problemas cardíacos que sufría desde niña, correría un riesgo tremendo en el parto, decidió seguir adelante. Para sorpresa de María, su madre aceptó comprensivamente el embarazo y no luchó con Angélica a pesar de las advertencias de los galenos que, por desgracia no se confundieron. El día que nació su sobrino, hoy hacía ocho años, Angélica les dejó para siempre. En cuanto su hermana falleció, su madre la sentó y habló de forma tajante:
– Este niño no puede crecer sin madre, y menos siendo hijo de un cura.
– ¿Y qué pretendes hacer?
– Tú serás su madre. – dijo acariciando las manos del cadáver de Angélica
– ¿Cómo?
– Le diremos que eres su madre. – repitió sin levantar la vista.
– ¿Estás loca?, ¿Y quién le diremos que es su padre? – respondió asustándose al comprobar que sus propias palabras implicaban entrar, aceptar de hecho, ese maquiavélico juego que proponía su madre – ¿Por qué no la dijiste que abortara?
Pero como si un hubiera escuchado su última pregunta su madre respondió.
- Murió, antes de nacer él. – dijo dirigiendo hacia ella una mirada, fría y dura como el hielo, pero de una determinación absoluta.
- ¡Mamá!, ¿Has perdido la cabeza? – pero sintió que sus fuerzas flaqueaban ante la actitud monolítica que veía enfrente. En el fondo sabía lo que le esperaba a su sobrino si se supiera toda la verdad. – Hubiera sido mejor que el niño hubiera nacido…
Su madre siguió con su discurso. Un discurso claro, pensado, contundente...
- No, tú te casaste, te quedaste embarazada y tu marido, militar, fue a Ifni y le mataron en una emboscada los rifeños.
No tuvo fuerzas para discutir más. La decisión, la tremenda y desconcertante seguridad de su madre la arrinconó. Hubiera jurado que lo tenía preparado, que había planeado todo perfectamente. Por otra parte, volvió a pensar María, era absolutamente cierto que en esa España, ser el hijo de un cura y una mujer soltera era una inmejorable tarjeta de presentación para la miseria y el escarnio, un sambenito indeleble que marcaría toda la vida de su sobrino. Así que cambiaron de barrio, de vida, de amigas, desaparecieron de su anterior mundo, creando un nuevo que diera la felicidad al niño, al hijo de su hermana… a su hijo…

La maldita tormenta seguía machacando los cristales sin tregua. Eso era, sin duda, lo estaba haciendo retrasarse a Lucas que, desde principio de ese curso, volvía solo de la escuela. Era un fastidio que hoy, precisamente el día de su cumpleaños, se retrasara demasiado. Pero no debía impacientarse, había tiempo para celebrarlo y merendar el chocolate que le había preparado como sorpresa. Sin embargo, desde que la tarde se había cubierto de esos negros nubarrones, una extraña sensación de inquietud se había adueñado de María. Conectó la radio para sintonizar el consultorio de Elena Francis y tranquilizarse, y cuando comenzaba escuchar desde la artificial y, a la vez, cálida voz el primer consejo, … querida amiga, ese que dice ser su novio realmente no la quiere…, sonó el timbre. Sonrió y se levantó apresurada a abrir al chico, descorrió el cerrojo y volvió apresuradamente la llave, pero al abrir se encontró con, Juan, el cartero, sacando un sobre de su bolsa,tan curtida que ya tenía más zonas negras que marrones.

– Buenas tardes Doña María, le traigo una carta certificada.
– ¿Certificada?, ¿De quién?
Aunque sabía perfectamente la respuesta, Juan inspeccionó el sobre como si no lo hubiera mirado antes y contestó
– La notaria de don Ignacio Guerrero
– ¿Notaria?…, no se…
– Bueno, que no sea nada importante. Tengo que seguir. Adiós.
– Adiós Juan. – dijo tras firmar el acuse de recibo.
El sobre, grande, beige, del mismo beige que todos los sobres de los notarios, venía con su nombre impersonalmente escrito a maquina. Pensó otra vez en los nubarrones que cubrían la tarde y, acobardada, con manos temblorosas, lo abrió y sacó de su interior un folio y otro sobre. Al mirar a este último, un escalofrío le recorrió de la cabeza a los pies: era la letra de Angélica. Se paró un instante para tomar aliento, mientras escuchaba como la lluvia golpeaba cada vez con más fuerza en los cristales. Después, leyó la carta con una mezcla de avidez y miedo. Firmada por el señor notario le comunicaba de una manera fría, como desde lejos, como si no quisiera ser parte de lo que explicaba que, siguiendo instrucciones de Doña Angélica, la hacía llegar ocho años después de su fallecimiento, el sobre que acompañaba esa misiva. Le indicaba que las instrucciones recibidas, le hubieran obligado a romper el sobre si ella hubiera fallecido a su vez en ese tiempo, pero que, tras haber comprobado que no era así, se lo entregaba dando por concluidas su obligaciones y especificando que sus honorarios había sido satisfechos, en su momento, por su difunta hermana.
Contempló el sobre mientras lo sostenía en sus manos. Era pequeño, pero ella sentía que pesaba una tonelada, como si estuviera lleno de maldad, como si la fuerza de la oscura tormenta que había apagado la tarde, fuera a desatarse al abrirlo. Estuvo tentada de romperlo, pero no pudo y, finalmente, rasgó el papel para comprobar que todas sus sospechas eran ciertas. En una carta demasiado aséptica, ausente de buenos sentimientos e infectada de un resquemor incomprensible, Angélica le contaba la mentira en que, junto con su madre, habían transformado su vida. No era verdad que fuera hija póstuma de ningún maestro, ese solo era el padre de Angélica. Esa fue la historia que urdieron, que le contaron a ella y al mundo y que mantuvieron a lo largo de los años, para disfrazar que ella, realmente, era el producto de una relación pecaminosa que su madre, viuda desde hacía catorce años, tuvo con el cura del pueblo donde vivían. Relación en la que a él le fue la vida, porque al saberlo se ahorcó antes de tener que enfrentarse a los superiores y al murmullo de la gente y a ellas las obligó a salir huyendo a la ciudad donde nadie las conocía y la historia de una hija póstuma podía sostenerse.
Arrugó ligeramente la carta, no le quedaban fuerzas ni para destruirla. Ahora comprendía la claridad de ideas de su madre respecto a lo que debían hacer cuando nació Lucas y murió su hermana. Era una historia ya vivida. Ahora entendía porque su madre aceptó los hechos y nunca reprochó nada a su hermana, no podía, no tenía ninguna fuerza moral para hacerlo. Ahora encontraba explicación a la extraña relación de amor y odio que Angélica siempre sostuvo con ella y porqué nunca la había contemplado totalmente como a una hermana.
La tormenta seguía empapando de nostalgia la tarde cuando su madre regresaba de la cocina preguntando quien había llamado y si no era el niño. María no respondió, sus oídos solo escucharon la voz cantarina de Lucas al otro lado de la puerta pidiendo que le abrieran y, tras sus palabras, el retumbar inclemente de un trueno. Entonces, mientras el odio crecía en su interior, supo que ocho años después, su hermana le había ganado la última partida con unas dobles parejas de curas y damas.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

EL BOLERO


Hoy he visto el primer bolero y he sentido la inquietud que genera la incertidumbre, la sensación de que va a ser dificíl, muy difícil, salir de donde nos encontramos.

Os preguntaréis como se puede (a parte de verlo bailar) ver un bolero. Los que conocen mi querida tierra mejicana, se lo explicaran perfectamente, porque así es como llaman allí a los limpiabotas callejeros (y, aunque lo que aquí cuento no es ninguna broma, quien quiera reirse un poco que busque la forma de ver la película del inimitable Cantinflas cuyo cartel acompaña este texto).

Como decía hoy, he visto el primero. ¿Es que no había limpiabotas en Madrid? Claro que si, en muchas de las cafeterías y bares de las principales calles comerciales de la capital de España se podían y se pueden encontrar personas que realizan esa labor. En la Gran Vía se encuentran un par de ellos, que trabajan de toda la vida, (la mía por lo menos) bajo las marquesinas de los cines. En ambos casos complementan los ingresos con la venta de lotería a los clientes. No es menos cierto que, hasta hace muy poco, en plena milla de oro madrileña, se podía disfrutar de un insuperable lustrado de "calcos" en Exerez donde desarrollaba esta tarea Federico, un maestro capaz de dejar cualquier zapato como recien salido de fábrica. No hablo de eso. A lo que me refiero, no se veía hace mucho, mucho tiempo en las calles de Madrid. Lo que he visto ha sido a un hombre que, me imagino, desesperado por la falta de ingresos, se ha plantado en una de las principales arterias madrileñas, con una banquetita, una silla de oficina con ruedas y su caja de útiles y ha comenzado a vociferar su oferta de limpiado de zapatos. El hombre era sin duda, por sus caracteristicas físicas y su acento, sudamericano y con la cantinela de su reclamo me llevó directamente al Zócalo o Garibaldi, lugares en los que he escuchado antes el mismo son.

Me parece lo más legítimo del mundo lo que hacía. Desde luego mucho más legítimo que echarse al monte de la delincuencia pero, como decía, he sentido inquietud porque me parece un síntoma inequivoco de que nuestra situación económica es, pese a quien pese, mala y con pocos visos de mejora. Y el principal problema es que el continuo deterioro de las condiciones económicas, el incremento imparable del número de parados, la ausencia de ingresos en familias enteras, va a obligar a muchos a bailar boleros que creíamos olvidados, enterrados en un pasado de misería económica que parecía imposible volver a ver y que los que contamos los años de cincuenta para abajo, desde luego, no hemos conocido nunca. Pero también que, es posible, que muchos no quieran o no puedan bailar esa música y decidan tomar otros derroteros que hagan que la paz social que hemos disfrutado desde hace mucho tiempo se vea quebrada y nos cueste mucho volver a recuperarla.

Espero equivocarme pero visto lo visto hasta ahora, mi confianza en la capacidad de nuestros representantes políticos (y no digo gobernantes porque no solo de ellos es la responsabilidad, aunque hasta ahora hayan demostrado sobradamente ser unos irresponsables) para resolver el problema es mínima y los españoles (los de aquí y los que no lo son) nos hemos acostumbrado demasiado a que "papá estado" provea de maná nuestras alforjas. Por desgracia (o por suerte), creo que los cambios a los que asisitimos van a suponer, entre otras cosas, que la fábrica de maná se ha roto para siempre o, en el mejor de los casos, su capacidad de producción será mucho menor, obligándonos a inventarnos solitos la manera de sacarnos las castañas del fuego. Y no se si todos estamos preparados y, sobre todo, dispuestos a eso...

En definitiva, repito, espero equivocarme y que este bolero sea solo una anecdota y podamos, simplemente, disfrutar de los otros al escucharlos, bailarlos o riéndolos con Cantinflas.

jueves, 16 de julio de 2009

VEINTIDOS ESCALONES

Basado en un pasaje de: "A sangre fría" de Truman Capote.

Tengo que dejar de llorar, pero no puedo. Una venenosa mezcla de miedo, dolor y rabia no me deja serenarme, pero tengo que hacerlo. Si quiero que exista la más mínima posibilidad de que, al menos alguno de nosotros, salga vivo de aquí, tengo que tranquilizarme, tratar de pensar, mantener la cabeza fría y buscar la forma de lograrlo.
Hace un rato lo había conseguido. Porque tras la sorpresa de ver a esos miserables que, armados, irrumpieron en la cocina mientras cenábamos, llegó el miedo, la tensión, la impotencia de ver como nos separaban y, finalmente, el pánico cuando me empujaron al sótano y rodé las empinadas escaleras. Veintidós escalones, es curioso, nunca los había contado. Una vez en el higiénico suelo de linóleo que instalamos, siempre será fácil de limpiar nos dijimos, me acurruqué tratando de de evitar que el de ojos achinados, ojos arrebatados por el odio a si mismo, me atara las manos a la espalda. No pude resistirme, sus brazos tenían una fuerza que no se adivinaba desde su aspecto enfermizo de adolescente anoréxico y su escasa estatura. Cuando volvió arriba, seguí sus pasos: uno, dos, tres…veintidós, eran veintidós escalones, la nada y, a la vez, un mundo que me separaba de mi familia. Escuchaba ruidos, golpes, escuchaba hablar, pero me era imposible entender. Los sollozos de mi mujer inundaban mis oídos y apagaban todos los ecos. Poco a poco los sonidos se fueron difuminando y se hizo el silencio, un doloroso y escandaloso silencio. Imaginé que a ella le habían llevado a arriba, a los cuartos, pero ¿y mi hijo? Traté de respirar y conseguí algo de calma, pero enseguida, un estruendo, una masa informe rodando, otra vez veintidós escalones, respondió a mi pregunta y dejó la cara de mi hijo a escasos centímetros de la mía. Cada una de sus lágrimas fue un puñal en mi estomago, un bocado en mis entrañas. ¡Lucha hijo, tenemos que luchar!, ¿y mamá? Pero no pudo responderme, una mano áspera le levantó tirando de su pelo. ¡Lucha hijo, lucha! El hombre, el demonio, con la meticulosidad de un relojero, ató sus manos sujetas por las muñecas a una de las tuberías del techo, mi hijo sollozaba desmadejado, como una marioneta sin hilos. ¡Lucha hijo, lucha! Y ahí sí, una patada al demonio, una patada con hambre de venganza, pero una patada errada a la que responde un inmisericorde golpe en los riñones y otro en la boca del estomago. ¡Cabrón dame a mi!, ¡es un niño! Me mira y saca una navaja. ¡No...! Siento mi pulso ametrallándome las sienes y él se ríe. Su boca es un reflejo del dolor, de mi dolor, de nuestro dolor. Sus ojos, escondidos en cavernas profundas, no me ven, están llenos de sangre, de mi sangre, de nuestra sangre. Se ríe y corta la cuerda que ata a mi hijo a la tubería. Cae como un saco, pero no tiene tiempo para quejarse porque, otra vez tirando de su pelo, es arrastrado de nuevo arriba. Si, veintidós escalones. Les escucho hablar, le dio miedo que se soltase, y me desatara. Le había llevado al cuarto y ahora se había asegurado de que no molestaría con un nudo corredizo en el cuello, si trataba de soltarse se ahogaba. Escucho toser a mi hijo, ¡Dios, se está ahogando! Pero no, oigo que el demonio le dice que con un cojín estará mejor y que apaga la luz. ¿Puede que tenga sentimientos? Quizás, se estén arrepintiendo, quizás nos dejen en paz…quizás termine esta pesadilla... Pero las pesadillas existen, los sueños no. ¡Acaba con él, te sentirás mejor! Y entonces otra vez mis sienes, de nuevo el torbellino de miedo, de asfixia, de terror, de desesperación… ¡mi hijo! Escucho ruidos, golpes, ¡lucha hijo mío, lucha! No puedo hacerlo, dice el de los ojos de chino, está muy fuerte. Claro imbécil, pienso, claro que está fuerte, horas de entrenamiento en el campo de fútbol, horas de sacrificio en el gimnasio, una explosión de juventud, claro que está fuerte… ¡Enfócale para que le apunte!, grita el demonio y después..., el infierno, el trueno del mal estallando en mis oídos, la cólera de un fogonazo reflejado en la oscura pared. No me puedo oír llorar, el desgarrado grito de mi mujer inunda todo y diluye cualquier sonido. No me puedo oír llorar, la pena ahoga mi propio llanto. Ahora se que nunca me serenaré, que no volveré a saber lo que es la tranquilidad, que jamás podré descansar.
Y, sin embargo, cuando escucho los pasos en los escalones, uno, dos, tres…, cuando atisbo el cañón de la escopeta apareciendo en la escalera, ocho, nueve, diez…, cuando escucho el sonido del mecanismo al cargar nuevos cartuchos, quince, dieciséis, diecisiete…, cuando miro a la cara sin semblante del diablo, que me mira sonriente mientras apunta, veinte, veintiuno, veintidós…, me invade una paz que ya no me abandonará nunca y pienso que teníamos razón, que mi sangre se limpiara fácilmente en el linóleo.

domingo, 24 de mayo de 2009


LA MEDALLA

Hace unas semanas la polémica sacudió el mundo taurino a cuenta de la Medalla de Bellas Artes concedida a Francisco Rivera Ordoñez. La caja de Pandora la abrió Morante de la Puebla con unas declaraciones que quedaron empequeñecidas por el gesto, días más tarde, de Paco Camino y José Tomás de devolver las medallas que les habían sido concedidas en su día. Reproduzco aquí las palabras de Morante por dos razones: creo que las mismas fueron amplificadas por el gesto ya comentado de los anteriores receptores y, segundo, por que suscribo hasta la última coma: "Pues, sinceramente,…para mi el que le hayan otorgado la Medalla del Mérito a las Bellas Artes a Rivera Ordóñez es una vergüenza….Y no lo digo por Rivera Ordóñez sino por quienes se la han concedido…Este es un ejemplo claro y grande del conocimiento que los responsables de conceder este galardón tan supuestamente importante tiene sobre el toreo y sobre el arte". Insisto,... hasta la última coma. El problema de la concesión no está en Rivera, quien cuenta con toda mi admiración independientemente de que su concepto del toreo no sea con el que yo me identifico, el problema esta en quienes, con un desconocimiento absoluto de la fiesta, por razones desconocidas o no, tuvieron que justificar lo injustificable y, como era lógico lo hicieron mal, muy mal.

Este preámbulo viene a cuento de lo que sucedió el pasado jueves en Las Ventas. Cuando salía de la plaza, todavía conmocionado, no podía dejar de pensar lo fácil que sería ahora, sentar a los responsables del "medallero" delante de una pantalla y dejarles aprender, en no más de dos minutos, lo que es el arte. Por que arte puro, esencia de esencias, sentimiento silencioso, gracia de esa que solo embotellan en Triana, fue lo que veintitresmil privilegiados pudimos ver en directo.

Morante escribió una sinfonía plena de colores, de matices que engarzaban uno con otro sin solución de continuidad, rematando versos primorosos en una poesía que hacía rimar los nombres de José y Juan y que llenó el coso venteño de ese aroma de azahar que solo se respira a la vera del Guadalquivir. Su capote embebió al toro y a todos los que pudimos contemplar como cada verónica, se transformaba en una nana que mecía al burel hasta hacerle soñar que seguía corriendo por la dehesa y a los demás que entrábamos en el cielo taurino acompañados por Justa y Rufina que también se habían acercado a Madrid a ver a su paisano.

El toreo es el único arte en el que el autor se juega la vida y eso lo diferencia de cualquier otro. Es en el único en que dos seres vivos disponen de diez minutos para realizar una obra que no da opciones para ser rectificada, corregida o restaurada y en la que solo uno de ellos puede salir por su propio pie. Por eso es tan diferente, por eso es tan verdad y por eso, la personalidad es, para mi, el rasgo que diferencia en este arte a los que dejan ese regusto inolvidable en los aficionados.

Nadie puede dudar que Morante es un torero con una personalidad muy acusada, una personalidad marcada por muchos avatares y que además tiene una concepción del toreo que solo se puede hacer de una forma: con la verdad por delante, con la naturalidad como partitura, con una gracia que, nos guste o no, solo se mama de Despeñaperros para abajo. Pero sobre todo, un toreo que única y solamente se puede hacer cuando se siente. Porque lo que vimos el jueves fue sentimiento puro y es imposible explicarlo con palabras porque cada vez que se recuerda hace que los vellos se ericen y que vuelva a nosotros esa música callada del toreo que describió Bergamín. ¡Ole maestro!... y gracias.

martes, 12 de mayo de 2009

Dicen que el miedo es libre, pero detrás de ese juego de palabras se esconde una gran mentira. El miedo es la sensación que más atenaza la mente y los sentidos del ser humano, especialmente el sentido común, haciendo que nuestro comportamiento se transforme en actos irracionales que, en condiciones normales, contemplariamos anonadados.

Yo he sentido, todavía siento, miedo, mucho miedo y eso unido a otras circunstancias, aunque no me justifique, me ha llevado a un lugar muy extraño del que me está costando salir. Ya no pretendo salir sin heridas, solo salir, pero el miedo me sigue atrapando, agarrándome, sujetándome, tirando hacia abajo cuando creo estar a punto de alcanzar el aire. No tiene sentido pero es así. Es irracional, pero es que es miedo.

Dijiste que lo sucedido, a lo mejor, hasta me venía bien. Una vez más (son ya tantas)tenías razón..., pero cuanto me está costando superar esta lección.

viernes, 13 de marzo de 2009


Pit miraba a la cámara retadora sabiendo que, cuando viera el resultado del posado, la respuesta a sus preguntas sería la misma de siempre. Y es que nadie podía explicarle las razones por las que su pelo, un día espeso y chispeante, se había transformado en una madeja informe de un blanco luctuoso. Por qué sus ojos, que fueron capaces de cantar silenciosos, de gritar calladamente su alegría, habían ido perdiendo su voz, enmudeciendo cada vez mas tras la prisión de sus lentes, hasta que ahora, desde su infinita pequeñez, eran incapaces, ni siquiera, de pedir socorro. Cómo sus labios, una vez ansiosos y sobrados de color configuraban, casi desaparecidos y con sus comisuras intentando vehementemente alcanzar los infiernos, una mueca que desvanecía cualquier previsión de alegría. Nadie sería capaz de contarle por qué la orografía de su cuerpo, en un tiempo repleta de accidentes, tersas montañas e impenetrables valles, representaba ahora una planicie estéril solo alterada por los surcos implacables del paso del tiempo. Sus manos, antes habladoras, rápidas y fugaces como las de un crupier, ahora se escondían calladas y temerosas de que la deformidad que les había regalado los años, ahuyentara a cualquiera que las contemplara.
Quería explicaciones al deterioro palpado día tras día al contemplarse en el espejo. Exigía una respuesta que, sin embargo, ella conocía. Sabía que, emulsionada por la química del desamor, los ácidos del desprecio y de la incomprensión, había acabado siendo un patético negativo de quien era cuando llegó a la estruendosa mansión de los Sommers, para ejercer de institutriz.
Sir Sommers era un hombre escaso, incapaz incluso de dilapidar la fortuna heredada, que ocupaba su tiempo limpiando la colección de monóculos de sus antepasados, a pesar de que sus esfuerzos por sujetar en su ojo aquellos artefactos, eran además de cómicos totalmente infructuosos. Sin embargo Lady Sommers era una mujer absoluta. Con una tez transparente, los ojos grandes, rasgados y de un color impropio para una británica, su cuerpo era ligero, diáfano, pero resueltamente definido. Emanaba un irrespirable aroma de atracción imposible, todo en ella era armonía y, sin embargo, todo su ser, decía que habitaba en la pena, que rumiaba la soledad. Y esa pena, esa demanda estridentemente silenciosa de compañía fue la que enlazó a ambas en una relación asimétrica en la que la noble encontró una esperanza y Pit se enamoró perdidamente, sin comprender que era imposible cualquier posibilidad de contrapartida. Porque Lady Sommers nunca comprendió que las atenciones de Pit no eran un gesto de educación, que su atención permanente era, en realidad, deseo, que sus miradas encerraban continuas declaraciones de amor.
No, nunca pudo abrazar a quien soñaba y, por eso, su pelo, sus ojos, sus labios se fueron desangrando en un lamento permanente de soledad, incomprensión y desamor. Por eso sus manos se deformaron, cansadas de apretar la rabia de su desesperación. Por eso su cuerpo fértil se desbordó en lágrimas, sollozos y dolor que derramó hasta la impotencia, quedando seco al contemplar como su vida se evaporaba sin haber podido hacer nunca lo que deseaba, sin poder besar los labios anhelados, sin sentir latir un corazón cerca del suyo, sin escuchar nunca un “te quiero”.

Gracias a Jorge, impulsor de este relato.

viernes, 27 de febrero de 2009







Si no creyera en la balanza
en la razón del equilibrio
si no creyera en el delirio
si no creyera en la esperanza.
(La maza. Silvio Rodríguez)

Vio su esfuerzo, su trabajo, su sudor y sus ilusiones quedar destrozados en un instante. Trabaja en un taller ferroviario y su padre fue concejal socialista de Lazcano, su pueblo. Como otros conciudadanos acudió a la concentración de repulsa por el atentado para, como sucede siempre, tener que soportar la burla indisimulada de los matones que, amparados en su impunidad y en el grupo, contemplaban con cara de cachondeo la manifestación. Pero esta vez algo hizo "click" y sin hablar con nadie, sin pedir ayuda, Emilio Gutiérrez, agarró una maza de su coche y aplicó literalmente la Ley de Talión, destrozando el cubil de lobos sangrientos que esconden todas y cada una de las tabernas donde se reúnen los sicarios nacionalistas. 

No puedo dejar de reconocer que cuando vi el vídeo de los hechos, mi corazón empujaba cada uno de los golpes que Emilio lanzaba a diestro y siniestro. ¿Es la solución del problema emprenderla a golpes?, seguramente no, pero tengo claro que, si mucho tiempo atrás hubieran existido en esa preciosa tierra más "emilios" dispuestos a hacer frente a los malos y, sobre todo, a dejar claro a quienes los amparan que los tenían enfrente, ahora no habría que soportar el lodazal en que han convertido allí la convivencia. 

Cuando todo había acabado y mientras era esposado por los policías, Emilio solo lo lamentaba por sus padres. Y es que, una vez que había descargado su más que comprensible rabia, era muy consciente de que con su actuación acababa de firmar una sentencia para el y para su familia. La pena es como mínimo de destierro y, esperemos que no, como máximo de un tiro en la nuca. No tardaron los chacales en calificar la agresión de fascista y en convocar una manifestación para: "responder al ataque y protestar por el estado de excepción que padece Euskal Herria" (sic).  No puedo estar más de acuerdo en que aquello es un estado de excepción, pero la acción de este hombre me sigue dando razones para creer en el futuro, porque como dice otro de los versos de la canción de Silvio:

Si no creyera en lo que duele
si no creyera en lo que queda
si no creyera en lo que lucha...
que cosa fuera la maza sin cantera.





viernes, 20 de febrero de 2009

Esta es la primera entrada de este blog en el que pretendo ir volcando mis pensamientos, algunos escritos y comentarios. No se el grado de constancia que me permitirá el día día, pero me hace ilusión dejar retazos cuando surjan. El blog tiene su título en caló porque creo que es el habla de un pueblo que sabe expresar como pocos sus sentimientos, quizás porque su historia esta construida de sufrimiento. Mi firma (A compás) refleja mi reconocimiento a una de mis pasiones: el flamenco, una forma de expresión absoluta y, para mi, incontestable. El resto de mis gustos y aficiones aparecerán poco a poco en estas paginas que, por otro lado me gustaría que pudieran ser punto de encuentro para mis amigos (conocidos o no).

No puedo terminar estas primeras letras sin decir que mi vida se sujeta en mi gente pero, sobre todo, en tres pilares: dos más pequeños (aunque ya no tanto) y el principal que me ayuda, apoya y me aguanta y sin el que se que mi vida no sería posible. Porque, gracias a Dios, después de veinte años, puedo seguir diciendo como esa preciosa bulería de Mayte Martín:

"Esta mañana he sentío
en mi cuerpo nacer un escalofrío
tu aroma quitarme los cinco sentíos
y mi cuerpo morir por tu cuerpo dormío"  

Te quiero.