miércoles, 23 de septiembre de 2009

DOBLES PAREJAS


– No mamá, no me apetece tomar café – respondió María cansinamente, harta de responder siempre lo mismo, a la misma pregunta y a la misma hora, tarde tras tarde.
– Pues yo no lo perdono – escuchó el comentario que deletreó con labios callados, pues era siempre el mismo, tras la misma pregunta y a la misma hora, tarde tras tarde.
Observó a su madre levantarse mansamente de su sillón orejero, en el que pasaba tanto tiempo sentada que parecía parte de la tapicería. Escuchó la lluvia y el viento golpeando en la ventana. Terrible tormenta – pensó – y de repente, como si viento arrastrara hasta ella el sentimiento, sintió pena. La vida les había tratado regular. No podía decir que mal, no sería justo, pero desde luego, tampoco bien.
Su madre quedó viuda cuando ella aún no había nacido. Hija póstuma, solo conoció a su padre, maestro de escuela, a través de las fotos y de las palabras de Angélica, su hermana, casi dieciséis años mayor que ella y con quien siempre tuvo una relación extraña, incompleta, una mezcla esquizofrénica de complicidad y distancia, de respeto y desprecio, de sospecha y confianza. Era curioso, Angélica se había preocupado, enfrentándose a su madre, de que estudiara el bachiller, pero luego también se encargó de que no fuera a la universidad y, sin consultar a nadie y menos a ella, le apuntó a la academia Bilbao, donde aprendió mecanografía con un método ciego que engendró la secretaria en que había terminado convirtiéndose.
Con su hermana aprendió, entre otras cosas, a jugar al poker y así pasaron tardes enteras apostándose puñados de garbanzos que equivalían a pesetas, aunque nunca se transformaban realmente en ellas. Las partidas terminaban con su hermana siempre enfadada porque en cuanto María juntaba unas dobles parejas, conociendo el carácter timorato de Angélica, apostaba fuerte y ganaba la partida, a pesar de que enfrente hubiera una jugada mejor. Si, fueron muchas tardes de poker, porque su hermana salía más bien poco. Nunca fue afortunada con los chicos y esa escasez debía ser bastante evidente porque una tarde, estando en un guateque, escuchó una conversación de una supuesta amiga:
– Esa María que te he presentado es la hermana pequeña de H.H.
– ¿H.H.?, ¿pero ese no es un entrenador de fútbol? – respondió la interlocutora.
- ¡Anda, anda! Que no te enteras, H.H. es como llaman todos a la mística de Angélica…
- ¿Y por qué?
- Hambre de Hombres, guapa, ¡Hambre de Hombres! – contestó la otra con una simulada mirada de deseo mientras las dos rompían en risas.
El caso es que por hambre o por lo que fuera Angélica se fue encerrando, refugiándose en ella y en sus partidas. María siempre notó que su hermana trataba de retenerla cerca, de que no conociera el mundo exterior, pero fue inevitable y, poco a poco, comenzó a salir con sus amigas y a abandonar el poker. Por eso tampoco la extraño que, con la ayuda de la soledad, su hermana se fuese refugiando en la iglesia, inmiscuyéndose cada vez más en los asuntos de la parroquia. Poco después, se la veía resplandeciente, luminosa y cuando hablaban de su dedicación casi obsesiva, su respuesta era siempre la mismo.

- Soy feliz, el espíritu santo ha entrado en mí.

¡Y tanto que había entrado!, aunque no en forma de paloma si no más bien como el miembro viril de don Francisco, el párroco, un cura crápula que aprovechando las necesidades carnales de su hermana la dio la bendición en forma de cópulas que desvelaron a Angélica los misterios gozosos del sexo y, lamentablemente, los biológicos de un embarazo. Eso si que era una dedicación en cuerpo y alma, sobre todo en lo primero, pensó María, pero se guardó para si el comentario.

Pero tenía que reconocer que, para su sorpresa, a partir de ese momento su hermana tomó firmemente las riendas de su propia existencia y aunque la advirtieron que, debido a los problemas cardíacos que sufría desde niña, correría un riesgo tremendo en el parto, decidió seguir adelante. Para sorpresa de María, su madre aceptó comprensivamente el embarazo y no luchó con Angélica a pesar de las advertencias de los galenos que, por desgracia no se confundieron. El día que nació su sobrino, hoy hacía ocho años, Angélica les dejó para siempre. En cuanto su hermana falleció, su madre la sentó y habló de forma tajante:
– Este niño no puede crecer sin madre, y menos siendo hijo de un cura.
– ¿Y qué pretendes hacer?
– Tú serás su madre. – dijo acariciando las manos del cadáver de Angélica
– ¿Cómo?
– Le diremos que eres su madre. – repitió sin levantar la vista.
– ¿Estás loca?, ¿Y quién le diremos que es su padre? – respondió asustándose al comprobar que sus propias palabras implicaban entrar, aceptar de hecho, ese maquiavélico juego que proponía su madre – ¿Por qué no la dijiste que abortara?
Pero como si un hubiera escuchado su última pregunta su madre respondió.
- Murió, antes de nacer él. – dijo dirigiendo hacia ella una mirada, fría y dura como el hielo, pero de una determinación absoluta.
- ¡Mamá!, ¿Has perdido la cabeza? – pero sintió que sus fuerzas flaqueaban ante la actitud monolítica que veía enfrente. En el fondo sabía lo que le esperaba a su sobrino si se supiera toda la verdad. – Hubiera sido mejor que el niño hubiera nacido…
Su madre siguió con su discurso. Un discurso claro, pensado, contundente...
- No, tú te casaste, te quedaste embarazada y tu marido, militar, fue a Ifni y le mataron en una emboscada los rifeños.
No tuvo fuerzas para discutir más. La decisión, la tremenda y desconcertante seguridad de su madre la arrinconó. Hubiera jurado que lo tenía preparado, que había planeado todo perfectamente. Por otra parte, volvió a pensar María, era absolutamente cierto que en esa España, ser el hijo de un cura y una mujer soltera era una inmejorable tarjeta de presentación para la miseria y el escarnio, un sambenito indeleble que marcaría toda la vida de su sobrino. Así que cambiaron de barrio, de vida, de amigas, desaparecieron de su anterior mundo, creando un nuevo que diera la felicidad al niño, al hijo de su hermana… a su hijo…

La maldita tormenta seguía machacando los cristales sin tregua. Eso era, sin duda, lo estaba haciendo retrasarse a Lucas que, desde principio de ese curso, volvía solo de la escuela. Era un fastidio que hoy, precisamente el día de su cumpleaños, se retrasara demasiado. Pero no debía impacientarse, había tiempo para celebrarlo y merendar el chocolate que le había preparado como sorpresa. Sin embargo, desde que la tarde se había cubierto de esos negros nubarrones, una extraña sensación de inquietud se había adueñado de María. Conectó la radio para sintonizar el consultorio de Elena Francis y tranquilizarse, y cuando comenzaba escuchar desde la artificial y, a la vez, cálida voz el primer consejo, … querida amiga, ese que dice ser su novio realmente no la quiere…, sonó el timbre. Sonrió y se levantó apresurada a abrir al chico, descorrió el cerrojo y volvió apresuradamente la llave, pero al abrir se encontró con, Juan, el cartero, sacando un sobre de su bolsa,tan curtida que ya tenía más zonas negras que marrones.

– Buenas tardes Doña María, le traigo una carta certificada.
– ¿Certificada?, ¿De quién?
Aunque sabía perfectamente la respuesta, Juan inspeccionó el sobre como si no lo hubiera mirado antes y contestó
– La notaria de don Ignacio Guerrero
– ¿Notaria?…, no se…
– Bueno, que no sea nada importante. Tengo que seguir. Adiós.
– Adiós Juan. – dijo tras firmar el acuse de recibo.
El sobre, grande, beige, del mismo beige que todos los sobres de los notarios, venía con su nombre impersonalmente escrito a maquina. Pensó otra vez en los nubarrones que cubrían la tarde y, acobardada, con manos temblorosas, lo abrió y sacó de su interior un folio y otro sobre. Al mirar a este último, un escalofrío le recorrió de la cabeza a los pies: era la letra de Angélica. Se paró un instante para tomar aliento, mientras escuchaba como la lluvia golpeaba cada vez con más fuerza en los cristales. Después, leyó la carta con una mezcla de avidez y miedo. Firmada por el señor notario le comunicaba de una manera fría, como desde lejos, como si no quisiera ser parte de lo que explicaba que, siguiendo instrucciones de Doña Angélica, la hacía llegar ocho años después de su fallecimiento, el sobre que acompañaba esa misiva. Le indicaba que las instrucciones recibidas, le hubieran obligado a romper el sobre si ella hubiera fallecido a su vez en ese tiempo, pero que, tras haber comprobado que no era así, se lo entregaba dando por concluidas su obligaciones y especificando que sus honorarios había sido satisfechos, en su momento, por su difunta hermana.
Contempló el sobre mientras lo sostenía en sus manos. Era pequeño, pero ella sentía que pesaba una tonelada, como si estuviera lleno de maldad, como si la fuerza de la oscura tormenta que había apagado la tarde, fuera a desatarse al abrirlo. Estuvo tentada de romperlo, pero no pudo y, finalmente, rasgó el papel para comprobar que todas sus sospechas eran ciertas. En una carta demasiado aséptica, ausente de buenos sentimientos e infectada de un resquemor incomprensible, Angélica le contaba la mentira en que, junto con su madre, habían transformado su vida. No era verdad que fuera hija póstuma de ningún maestro, ese solo era el padre de Angélica. Esa fue la historia que urdieron, que le contaron a ella y al mundo y que mantuvieron a lo largo de los años, para disfrazar que ella, realmente, era el producto de una relación pecaminosa que su madre, viuda desde hacía catorce años, tuvo con el cura del pueblo donde vivían. Relación en la que a él le fue la vida, porque al saberlo se ahorcó antes de tener que enfrentarse a los superiores y al murmullo de la gente y a ellas las obligó a salir huyendo a la ciudad donde nadie las conocía y la historia de una hija póstuma podía sostenerse.
Arrugó ligeramente la carta, no le quedaban fuerzas ni para destruirla. Ahora comprendía la claridad de ideas de su madre respecto a lo que debían hacer cuando nació Lucas y murió su hermana. Era una historia ya vivida. Ahora entendía porque su madre aceptó los hechos y nunca reprochó nada a su hermana, no podía, no tenía ninguna fuerza moral para hacerlo. Ahora encontraba explicación a la extraña relación de amor y odio que Angélica siempre sostuvo con ella y porqué nunca la había contemplado totalmente como a una hermana.
La tormenta seguía empapando de nostalgia la tarde cuando su madre regresaba de la cocina preguntando quien había llamado y si no era el niño. María no respondió, sus oídos solo escucharon la voz cantarina de Lucas al otro lado de la puerta pidiendo que le abrieran y, tras sus palabras, el retumbar inclemente de un trueno. Entonces, mientras el odio crecía en su interior, supo que ocho años después, su hermana le había ganado la última partida con unas dobles parejas de curas y damas.

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