La semana nos ha dejado la
triste noticia del fallecimiento de Miliki y creo que no me equivoco si digo
que todos nos sentimos apenados. Porque él era uno de esos pocos casos en los
que, de forma permanente, sólo hemos conocido un gesto amable.
En mi caso no es diferente,
mis recuerdos de niñez llevan impresa la marca de Los payasos de la
tele. Sus canciones, sus aventuras, sus palabros… Porque sí, yo también
fui uno de esos ciruelos y ciruelas que mirábamos ensimismados la
incolora pantalla de unos televisores que eran una ventana, la única ventana a
veces, a mundos imaginarios y divertidos. Fui uno de los que soñaba que mi
colegio fuera uno de los invitados a la grabación del programa para poder
verlos de cerca al menos una vez. Fui uno de los que comprobé con ilusión como
los Reyes Magos me dejaron, en una de sus visitas, el disco de vinilo con sus
archiconocidas canciones que todavía conservo. Fui también uno de los que lloré
cuando, sus propios hermanos, comunicaron a todo el país por televisión que
Fofó ya nunca cantaría a Susanita y su ratón, ni pasearía en el Auto Feo.
Luego pasó el tiempo,
crecimos, intentábamos ser mayores y despegarnos de aquello que implicara que
todavía nos quedaba un nexo con el niño que intentábamos desesperadamente dejar
atrás. Entonces, ¡qué tontos!, renegábamos del programa y nos regodeábamos de
pasar de esas ñoñerías. Pero cuando nos quedábamos solos, cuando nadie podía
escucharnos, volvíamos a recordar, tarareando con cariño, al barquito de
cáscara de nuez o le pedíamos a Ramón que chutara más fuerte. Si, por mucho que
intentáramos disimularlo, aquello se había grabado en nosotros de forma
indeleble, vivía en nuestros corazones.
Años después lo volví a
comprobar. Mis hijos volvieron a cantar con ilusión todas y cada una de
aquellas maravillosas canciones y yo, con la excusa de enseñárselas y
entretenerles, volví a recordar a don Pepito, todos los días de la semana y sus
tareas, los tres pelos de mi barba y a ese Chinito de amor que nada tenía que
ver con los de la Operación Emperador.
En 1999 Miliki publicó un
disco recopilatorio dedicado a sus niños de treinta años y, aprovechando que yo
era uno de ellos y con el pretexto de que a mis hijos les gustaría, me lo
regalé. Y gracias a ese regalo volvimos a dedicarnos un Feliz en tú día en los
siguientes cumpleaños familiares y, sobre todo, volví a tener que apretar los
dientes para que no me saltara una lágrima cuando, mientras montábamos el árbol
de Navidad y el Belén, escuchaba eso de que los tres payasos pedían a la
humanidad que reinara la paz.
Es curioso, hoy que mis hijos
han pasado ya hace años esa etapa, siempre repetida, en la que trataban
de alejarse de su niñez, yo, de vez en cuando, escucho de nuevo esas canciones
para intentar volver a ella, para poder agarrar un trozo de ese tiempo que pasó
tan deprisa y del que la distancia va robando los pocos pedazos que te quedan.
Por eso hoy escribo estas
líneas, porque quiero agradecer a Miliki todo lo bueno que me dejó a lo largo
de mi vida. Por los maravillosos recuerdos, por permitirme volver a ser niño o
quizás no dejar de serlo nunca y, sobre todo, porque todo lo consiguió haciendo
el payaso… No puedo evitarlo, con su recuerdo se me “luenga la traba”.
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