domingo, 26 de septiembre de 2010

OTOÑO




El pasado jueves 23 de septiembre, a las cinco horas y nueve minutos, el centro del Sol visto desde la Tierra, cruzó el ecuador celeste en su movimiento aparente hacia el sur. Ese día la duración del día y la noche prácticamente coincidieron y, en ese instante, se inició la estación de la melancolía. Fue el equinoccio de otoño.

Hace ya bastantes años que los habitantes de Madrid no disfrutamos de esa estación. Sea por el cambio climático, sea por otras razones, nuestra ciudad nos ha ido privando de sus días de otoño, y ahora pasamos abruptamente del calor veraniego a fríos intensos y lluvias insistentes sin la posibilidad de disfrutar de los olores, de los sonidos y, sobre todo, de los colores de esta estación.

Sólo los días cercanos al arcángel nos dejan recordar, como una postal enviada tardíamente, el reconfortante abrazo de los rayos de sol que disfrutábamos escasamente un mes antes y es, precisamente en esos días, cuando creo que nos sentimos invadidos por la infección depresiva. Cuando somos conscientes de que el trabajo, los estudios, la rutina nos ha engullido de nuevo. Cuando nos damos cuenta, ya sin remedio, de que los placeres de nuestro ocio veraniego han quedado lejos pero que todavía están mucho más lejos, aún, los próximos y que tenemos por delante, meses dominados por la oscuridad, meses de luces permanentemente encendidas, meses de frío, meses de lluvia,… y, entonces, aparece esa sensación de tristeza, de desmotivación, de cansancio, de hastío.

Según los expertos, existe un argumento científico para todo eso y, entre otras cosas, relacionan las órdenes que envía nuestro cerebro con la cantidad de luz solar existente. Estoy seguro de que tienen razón, pero yo creo que, además de las explicaciones científicas, la causa real de esa transformación es nuestra condición urbanita, nuestra conciencia de formar parte del mobiliario de la ciudad. Porque nunca he conocido a ningún paisano rural que, recorriendo un bucólico paseo de chopos casi pelados, o disfrutando de la indescriptible violencia cromática de un robledal o un hayedo que se quiebran en mil tonos ocres, anaranjados y amarillos, o sintiendo bajo sus pies la sinfonía crepitante de las hojas caídas, o aspirando el contundente aroma de la leña todavía algo húmeda siendo abrazada por las primeras llamas de la chimenea, se sienta deprimido. Porque nunca he sabido de un pescador retirado que, caminando junto a su perro por su playa, colmada de azules diversos y bajo un cielo amenazantemente gris, o recomponiendo sus redes mientras escucha el solidario lamento de las gaviotas abrigado por un grueso jersey de lana que le protege del frío viento de poniente, o compartiendo el olor de un carajillo con sus envidiados colegas que debido a la galerna han tenido que pertenecer en tierra, sienta su ánimo derrotado.

No, no es la estación la que nos deprime, es la ciudad. Una ciudad que, como el hada mala de un cuento, nos roba los olores, nos roba los sonidos y nos roba los colores, para hacernos creer que la conjunción de ese irremediable cielo oscuro con su eterno, su perpetuo, su agresivo asfalto, configura un túnel monótono, inhóspito y muy largo del que nos costará meses, casi seis meses, salir. Y eso, sí nos deprime.

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