domingo, 24 de mayo de 2009
LA MEDALLA
Hace unas semanas la polémica sacudió el mundo taurino a cuenta de la Medalla de Bellas Artes concedida a Francisco Rivera Ordoñez. La caja de Pandora la abrió Morante de la Puebla con unas declaraciones que quedaron empequeñecidas por el gesto, días más tarde, de Paco Camino y José Tomás de devolver las medallas que les habían sido concedidas en su día. Reproduzco aquí las palabras de Morante por dos razones: creo que las mismas fueron amplificadas por el gesto ya comentado de los anteriores receptores y, segundo, por que suscribo hasta la última coma: "Pues, sinceramente,…para mi el que le hayan otorgado la Medalla del Mérito a las Bellas Artes a Rivera Ordóñez es una vergüenza….Y no lo digo por Rivera Ordóñez sino por quienes se la han concedido…Este es un ejemplo claro y grande del conocimiento que los responsables de conceder este galardón tan supuestamente importante tiene sobre el toreo y sobre el arte". Insisto,... hasta la última coma. El problema de la concesión no está en Rivera, quien cuenta con toda mi admiración independientemente de que su concepto del toreo no sea con el que yo me identifico, el problema esta en quienes, con un desconocimiento absoluto de la fiesta, por razones desconocidas o no, tuvieron que justificar lo injustificable y, como era lógico lo hicieron mal, muy mal.
Este preámbulo viene a cuento de lo que sucedió el pasado jueves en Las Ventas. Cuando salía de la plaza, todavía conmocionado, no podía dejar de pensar lo fácil que sería ahora, sentar a los responsables del "medallero" delante de una pantalla y dejarles aprender, en no más de dos minutos, lo que es el arte. Por que arte puro, esencia de esencias, sentimiento silencioso, gracia de esa que solo embotellan en Triana, fue lo que veintitresmil privilegiados pudimos ver en directo.
Morante escribió una sinfonía plena de colores, de matices que engarzaban uno con otro sin solución de continuidad, rematando versos primorosos en una poesía que hacía rimar los nombres de José y Juan y que llenó el coso venteño de ese aroma de azahar que solo se respira a la vera del Guadalquivir. Su capote embebió al toro y a todos los que pudimos contemplar como cada verónica, se transformaba en una nana que mecía al burel hasta hacerle soñar que seguía corriendo por la dehesa y a los demás que entrábamos en el cielo taurino acompañados por Justa y Rufina que también se habían acercado a Madrid a ver a su paisano.
El toreo es el único arte en el que el autor se juega la vida y eso lo diferencia de cualquier otro. Es en el único en que dos seres vivos disponen de diez minutos para realizar una obra que no da opciones para ser rectificada, corregida o restaurada y en la que solo uno de ellos puede salir por su propio pie. Por eso es tan diferente, por eso es tan verdad y por eso, la personalidad es, para mi, el rasgo que diferencia en este arte a los que dejan ese regusto inolvidable en los aficionados.
Nadie puede dudar que Morante es un torero con una personalidad muy acusada, una personalidad marcada por muchos avatares y que además tiene una concepción del toreo que solo se puede hacer de una forma: con la verdad por delante, con la naturalidad como partitura, con una gracia que, nos guste o no, solo se mama de Despeñaperros para abajo. Pero sobre todo, un toreo que única y solamente se puede hacer cuando se siente. Porque lo que vimos el jueves fue sentimiento puro y es imposible explicarlo con palabras porque cada vez que se recuerda hace que los vellos se ericen y que vuelva a nosotros esa música callada del toreo que describió Bergamín. ¡Ole maestro!... y gracias.
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