viernes, 13 de marzo de 2009
Pit miraba a la cámara retadora sabiendo que, cuando viera el resultado del posado, la respuesta a sus preguntas sería la misma de siempre. Y es que nadie podía explicarle las razones por las que su pelo, un día espeso y chispeante, se había transformado en una madeja informe de un blanco luctuoso. Por qué sus ojos, que fueron capaces de cantar silenciosos, de gritar calladamente su alegría, habían ido perdiendo su voz, enmudeciendo cada vez mas tras la prisión de sus lentes, hasta que ahora, desde su infinita pequeñez, eran incapaces, ni siquiera, de pedir socorro. Cómo sus labios, una vez ansiosos y sobrados de color configuraban, casi desaparecidos y con sus comisuras intentando vehementemente alcanzar los infiernos, una mueca que desvanecía cualquier previsión de alegría. Nadie sería capaz de contarle por qué la orografía de su cuerpo, en un tiempo repleta de accidentes, tersas montañas e impenetrables valles, representaba ahora una planicie estéril solo alterada por los surcos implacables del paso del tiempo. Sus manos, antes habladoras, rápidas y fugaces como las de un crupier, ahora se escondían calladas y temerosas de que la deformidad que les había regalado los años, ahuyentara a cualquiera que las contemplara.
Quería explicaciones al deterioro palpado día tras día al contemplarse en el espejo. Exigía una respuesta que, sin embargo, ella conocía. Sabía que, emulsionada por la química del desamor, los ácidos del desprecio y de la incomprensión, había acabado siendo un patético negativo de quien era cuando llegó a la estruendosa mansión de los Sommers, para ejercer de institutriz.
Sir Sommers era un hombre escaso, incapaz incluso de dilapidar la fortuna heredada, que ocupaba su tiempo limpiando la colección de monóculos de sus antepasados, a pesar de que sus esfuerzos por sujetar en su ojo aquellos artefactos, eran además de cómicos totalmente infructuosos. Sin embargo Lady Sommers era una mujer absoluta. Con una tez transparente, los ojos grandes, rasgados y de un color impropio para una británica, su cuerpo era ligero, diáfano, pero resueltamente definido. Emanaba un irrespirable aroma de atracción imposible, todo en ella era armonía y, sin embargo, todo su ser, decía que habitaba en la pena, que rumiaba la soledad. Y esa pena, esa demanda estridentemente silenciosa de compañía fue la que enlazó a ambas en una relación asimétrica en la que la noble encontró una esperanza y Pit se enamoró perdidamente, sin comprender que era imposible cualquier posibilidad de contrapartida. Porque Lady Sommers nunca comprendió que las atenciones de Pit no eran un gesto de educación, que su atención permanente era, en realidad, deseo, que sus miradas encerraban continuas declaraciones de amor.
No, nunca pudo abrazar a quien soñaba y, por eso, su pelo, sus ojos, sus labios se fueron desangrando en un lamento permanente de soledad, incomprensión y desamor. Por eso sus manos se deformaron, cansadas de apretar la rabia de su desesperación. Por eso su cuerpo fértil se desbordó en lágrimas, sollozos y dolor que derramó hasta la impotencia, quedando seco al contemplar como su vida se evaporaba sin haber podido hacer nunca lo que deseaba, sin poder besar los labios anhelados, sin sentir latir un corazón cerca del suyo, sin escuchar nunca un “te quiero”.
Gracias a Jorge, impulsor de este relato.
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